viernes, 30 de enero de 2015

Camiños e carreiros.



Ayer subí al monte en coche por una pista abierta para los molinos eólicos - han instalado tres en nuestro monte comunal. Subir andando sería demasiado esfuerzo para mí, pero decidí intentar bajar caminando. Físicamente fue un ejercicio duro… pero resultó todavía más penoso para mi ánimo.

En poco más de un año han desaparecido los caminos de los carros y las trochas por donde a lo largo de milenios pasaron los animales: los carreiros. El tojo lo invadió todo.

¡Y pensar que en el tiempo de mi infancia el tojo era un bien muy preciado! El monte estaba dividido en pequeñas parcelas, las llamaban quiñóns, y todos los años se sorteaban entre los vecinos del lugar. Es curioso, todavía recuerdo que alguna familia era apuntada en voz baja porque tenía la fea costumbre de “entrar” en las parcelas ajenas …a lo mejor el ancho del legón, o sea ¡¡unos 30 centímetros!!


Ahora hay también largas extensiones de alambradas; en algunas parcelas se ve un caballo, en otras dos o tres vacas, y en la zona de nuestro monte… ¡nada! - ni animales ni pájaros. Supongo que el ruido de las aspas de los molinos los aleja. La única señal de vida, el canto lejano de una avecilla, y sobre el terreno la huella de algún conejo.

Para caminar los mil metros que me separaban de nuestra casa tardé más de dos horas, y eso que me acompañaba una de mis hijas, sola no lo hubiera conseguido. Llevábamos varas, y gracias a ellas pudimos separar los tojos que ya cubren los viejos pasos, saltando por encima e intentando cruzar por las rocas. Recuerdo perfectamente cuando esa zona del monte era un pastizal natural, el nombre indica que eran zonas llanas: “Chan dos largos”, “Campo grande”, “Carballeira da plaza”, “Chan das pipas”… pienso que serán unas 25 hectáreas, que ahora solo sirven para ser pasto de las llamas cada pocos años.


Era la zona más hermosa de nuestro pequeño lugar, llena de leyendas de Xanas, de Mouros, de tesoros escondidos, de fuentes que – según contaban - traían el agua del mar, pues en ellas se encontraban pequeños berberechos.

Mestra das abellas, Coto mourán, Outeiro do gato, Outeiro cabano, Outeiro furado... en todas estas piedras se encuentran petroglifos: cazoletas, marcas serpentiformes, algunos laberintos y también los dibujos de pequeños caballos y venados, puñales y marcas que parecen pies de niños. Algunos de esos petroglifos ya desaparecieron al abrir vías para dar paso a las máquinas.

Es cierto que la vida castiga: recuerdo que no siempre estaba contenta cuando me tocaba vigilar el ganado desde una peña a la que llamaba “mi casa”…repetía y repetía en voz alta: “hei de pasar aquel monte e aquel outro e o outro, e non hei volver máis.

Volví y me quedé… ¡cómo me gustaría ahora poder subir a esa alta piedra! No para hablarle al viento como antaño, sino solo para contemplar el largo horizonte. Y no puede ser, me lo impiden el tojo, las zarzas y los años.


martes, 20 de enero de 2015

Trabajos rituales.



 El jardín está en reposo, solo las camelias están activas. La tierra está demasiado fría, solo después de mediados de enero - si el tiempo lo permite - se podrá hacer algún trasplante, así que este mes es tiempo de otros trabajos.


Los días pasados los dedicamos a la matanza… aún conservamos algunos "rituales" de los viejos tiempos: la comida familiar, y los trabajos con la ayuda de familia y amigos.

De los variados trabajos que conlleva, en el que colaboró siempre con más alegría es en la elaboración de los chorizos. En mi casa los hacemos “de carne”, que se pueden consumir en crudo, “ceboleiros” – los preferidos de mi casa – y “de sangre”- los que a mi más me gustan - que aprovechan la sangre y las carnes más “feas” del cerdo.



La carne la preparamos con las normas de nuestros abuelos: nada de máquinas, muchas horas cortando a mano la carne lo más fina posible, así como el tocino, necesario para que los embutidos no resulten secos.

Creo que no exagero si digo que estuve tres horas pelando ajos, quitándole el xemelo - el núcleo - y machacándolos mezclados con sal en el mortero para reducirlos a fina pulpa… espero que el que reciba un chorizo de regalo lo agradezca.

El primer día se dedica a picar la carne y adobarla con la sal y el ajo. Los dos días siguientes se revuelve dos veces al día la zorza – la mezcla de la carne picada con el ajo y la sal - y se hacen pruebas para comprobar el punto de sal. El tercer día se le mezclan los pimentones, dulce y picante, y al día siguiente se pica y pocha la cebolla y se le añade, una vez fría, para elaborar los ceboleiros. Por el contrario los “de carne” llevan más pimentón picante y no les añadimos cebolla.



Los chorizos de sangre llevan el sabor fuerte de las especias: comino, clavo, pimienta, nuez moscada y un punto de pimentón dulce. También llevan una gran cantidad de cebolla cruda muy picadita… ¡el sabor de mi infancia!

El día de embuchar la carne es un día de trabajo duro. En los viejos tiempos – que tanto añoro - la casa se llenaba de gente, todos ayudando: unos trabajando ¡otros cantando y contando historias! En la vieja cocina había un buen fuego en la lareira y mucho espacio para estar cómodos: pan, vino y febras – filetitos de la propia carne del cerdo recién fritos - para todos los que llegaran. Y llegaban, ¡vaya si llegaban!… vecinos, familia y amigos.

 


Ahora hacemos los trabajos con más comodidad: sin humo molesto y sin frío. Aunque todavía usamos las viejas tarteras para la zorza, los viejos embudos para llenar a mano las tripas que - aunque compradas – siguen oliendo a naranja y limón. Atamos como siempre. Colgamos y ahumamos como siempre también, usando solo leña de roble y laurel para perfumar... pero echo en falta la presencia de tantos seres amados que hacían que estos trabajos fueran como rituales casi sagrados

Ahora sólo queda esperar a que se sequen con la ayuda del humo de un fuego suave.









lunes, 5 de enero de 2015

No... antes no todo era peor.


 Esta noche soñé con mi aldea, toda desnuda de árboles, solo prados verdes llenos de flores de leitaruga (diente de león). Y yo corría por la hierba cantando y le decía a Lucita - la única vecina con quien charlo sobre flores: “¡Qué bien! Tenemos un horizonte despejado”. Desperté contenta.

Es cierto que me gustaba muchísimo más la aldea de años atrás. Al estar la tierra dedicada a los cultivos - el principal el maíz - el horizonte era más abierto, y la aldea era un ser vivo con movimiento continuo, renovando su aspecto en las cuatro estaciones.

Sé lo que estaréis pensando - y tenéis razón: eran tiempos duros, con ásperos trabajos, con medios de fortuna escasos, casas de piedra húmedas oliendo a humo, gentes de rostros morenos de sol y frío, profundas arrugas que hablaban de sus penas... aunque también había ojos chispeantes rodeados por las arrugas de la risa.


Las gentes se saludaban con un afable “Buenos días nos dé Dios” o “Dios nos guarde”, o “Bienvenido” si estaban trabajando la tierra, o “Adiós, que Él vaya contigo”. Ahora dicen - más bien gruñen: “Chao”.

No todo era peor.

¿Habrá tenido que ser así forzosamente la evolución de la aldea? Estoy convencida de que no: la tierra no crece - crecen las necesidades de las gentes. Por eso es una triste paradoja que la abandonemos.

Reflexionaba días atrás sobre un artículo que leí acerca del aprovechamiento del bambú. Con él se fabrican telas que pueden beneficiar a las personas con problemas de alergia ya que no producen reacciones desagradables de piel, que yo sufro con demasiada frecuencia. En esta aldea el bambú crece y se multiplica sin ningún problema; plantamos hace años algunos pies para atraer los ruiseñores porque alguien me había comentado que tenían preferencia por los cañaverales. Yo por principio no soy muy crédula, pero a veces acepto consejos de quién sabe más. En este caso el consejo no resultó, los hermosos cantores no volvieron… ¡pero a cambio ahora hay una finca llena de altas y hermosas cañas! ¿Podría ser esta una fuente de riqueza para nuestra zona?



Parece que me estoy olvidando del jardín… Y en verdad me parece que últimamente le tengo menos afecto al no poder tener rosales sanos. No repongo los que mueren - este año bastantes tuvieron que ser retirados - y no me animo a plantar de nuevo. Es como si ellos fuesen el motor que me daba fuerza para "jardinear". Pero aún mantengo alguna esperanza de que con la llegada de la primavera la salvia - que tan hermosa está - la lavanda, los lirios fugaces y los iris me den la orden de continuar esforzándome.

Y eso que este otoño el jardín tuvo una rara belleza y aún está lleno de color. Al no haber sufrido grandes borrascas de lluvia los arboles conservan las hojas con los hermosísimos matices pardos, ricos de reflejos dorados, que iluminan los atardeceres.


 Espero que este nuevo año nos sea propicio y que los aficionados a los jardines consigan llevar adelante muchos proyectos de renovación de sus sueños. Para todos mis buenos deseos y mi afecto.