La primavera, coqueta y caprichosa, se anuncia primero con una pequeña explosión de junquillos… y al día siguiente los cubre con un velo blanco de cristales de nieve.
Siguen días fríos y grises, pero una mañana me levanto con un sol radiante y los camelios lucen sus magníficas flores. Sin embargo esa misma tarde un viento caliente las oxida.
Así es el comienzo de la primavera.
Hace pocos días fuimos a dar un paseo para encontrarnos con la belleza siempre segura de nuestros ríos y nuestros viejos robles, con sus vestimentas de terciopelo verde. Y yo me reencontré con uno de mis más queridos recuerdos, el de los días de muiñada.
¿Conocéis la cantiga?
Unha noite no muíño,
unha noite no muíño,
unha noite non é nada.
Unha semaniña enteira,
unha semaniña enteira,
esa si que é muiñada
unha noite no muíño,
unha noite non é nada.
Unha semaniña enteira,
unha semaniña enteira,
esa si que é muiñada
Cuando yo era una niña bajábamos todas las semanas al molino del río. Necesitábamos la harina para hacer el pan de maíz, que se cocía en el horno de piedra, y también para complementar la comida de los animales.
Se trataba una caminata de un par de kilómetros. Los mayores lo hacían cargando un saco de grano que se llevaba colgado de la cabeza a modo de carapucho, algo tan sencillo como llenar parcialmente un saco grande de tela, de modo que la parte vacía se colocaba alrededor de la frente a modo de toca y así sostenía la carga que se llevaba a la espalda. A los niños se les dejaba llevar una versión más pequeña del carapucho ¡todo el mundo tenía que colaborar!
Lo más duro era el camino de vuelta - cuesta arriba desde el río - cargando el mismo peso en forma de harina. Aunque no se trataba exactamente el mismo peso, ya que una pequeña parte del grano se dejaba a modo de pago al dueño del molino por su uso. En un hueco de la propia pared de piedra se depositaba una medida de grano por cada saco que se molía. La medida era una pequeña caja de madera que se llamaba maquía.
Mi abuela, si el tiempo era apacible, me dejaba acompañar a quien le tocara llevar el maíz para la molienda de la semana. ¡Con qué alegría bajábamos el camino del río! Siempre había la posibilidad de cantar, oír historias y la esperanza de ver alguna Xana, un hada del río… aunque a mí nunca se me apareció ninguna. Me contaban que mi tía-abuela Leocadia, señora de gran belleza y encanto, sí había tenido un encuentro con ellas. Siempre que en mi casa la recordaban, alguien tenía que decir: “¡Tan xeitosa e tan boa!”. Así que yo acabé aceptando que, en mi caso, si no se me aparecían sería por ser tan rebelde.
La abuela me preparaba la saqueta, así se llamaba el pequeño saco destinado al centeno, que ganaría el nombre de mestura una vez molido. La saqueta era una bolsa de tela que tenía que ser lo suficientemente holgada para que, además de los dos kilos de centeno - más no sería - la pudiera llevar en la cabeza a modo de carapucho.
Rueda de molino y saqueta.
Esta harina de centeno era necesaria para mezclarla en una cantidad adecuada con la harina de maíz - después de bien peneiradas - antes de amasarlas en la artesa de madera de roble. Amasar no era un trabajo fácil, se necesitaba mucha fuerza para sobar la masa, así que no era oficio para gente pequeña… ¡Pero peneirar sí! Aún me parece oír a mi abuela, a la que llamábamos Mamá Esperanza, cuando me decía: “Á peneira hai que facela bailar, a fariña ten que cair toda… ¡o farelo é comida de pitos!”. El farelo era el salvado, hoy tan valorado en dietética y entonces despreciado como comida de pollos.
Querida abuela: ¡cuanta riqueza me legaste con tus enseñanzas! Hoy tengo que pedirte que me perdones, pues no te obedecía. No dejaba la maquía que me ordenabas, pues me parecía una recompensa demasiado pequeña por lo mucho que me divertía. De forma solapada - creía que no me verían - dejaba doble medida de maíz... No hace muchos años me enteré que esa pequeña fechoría era muy conocida y motivo de muchas sonrisas. Aún vive en la aldea Aurora, que con sus 95 años lo cuenta gracias a su espléndida memoria.
Aurora tenía una voz que podría rivalizar con la de la Caballé. Ella me enseñó todas las cantigas de aquellos tiempos; me dice que con mis tres años yo cantaba muy bien: “María si vas al campo, no pises las margaritas…” Canciones que ahora prefiero no repetir pues no eran tiempo tranquilos. Ojalá no vuelvan. Con mis inocentes 4 años sufrí la pérdida, en el frente de Asturias, del que quizá fue mi primer amor: José. En mi recuerdo era casi un gigante que me levantaba por el aire, me sentaba en sus hombros y me decía que era mi caballo. Aún hoy al recordar esos días siento un peso en el corazón.
Queridos amigos jardineros, que esta primavera nos sea propicia en días de sol claro, temperatura suave, y aire perfumado por nuestras rosas, alelíes, fresias, jazmines y esas misteriosas ráfagas de… ¿vainilla? En este momento me acuerdo con especial cariño de una encantadora jardinera, que si lee estas letras sonreirá… No Elena, no es vainilla, pero nunca recuerdo el nombre de la planta que la quiere suplantar. ¿Por favor me la puedes apuntar?
Para todos un abrazo.