sábado, 15 de julio de 2017

Salvar a los rosales de un calor excesivo.


En esta zona de Galicia, la media montaña de la provincia de Pontevedra, junio tiene fama de mes ventoso.

Este año no faltó a su cita, el Nordeste sopló con furia arrasando en pocas horas una hermosa mata de Espuelas de caballero (Delphinium) que con su maravilloso color azul enmarcaba y aumentaba la belleza del arriate de rosales en tonos pastel de David Austin y Peter Beales.

Después del viento - y aunque aún no había llegado el verano - sufrimos una verdadera canícula, con temperaturas de hasta 38 grados centígrados.

Los rosales plantados en tierra resistieron sin problemas, aunque las rosas se marchitaron muy pronto, lo que obligó a retirarlas para acelerar una nueva floración …y porque a mí el "desaliño" en el jardín me afecta. Tonterías de jardinera aficionada.


Sin embargo los rosales plantados en tiestos acusaron rápidamente el exceso de calor y tuvimos que recurrir al viejo truco de “darles de beber” varias veces al día, teniendo el cuidado de tener el agua de riego templada por el sol; nunca se deben regar con agua muy fría en las horas de más calor.

Mi primer maestro en los cuidados de las plantas - que ahora estará llenando el Paraíso con hermosos setos del boj que tanto amaba - me diría allá en mi lejana infancia: “As plantas son como a xente, ti nunca bebas auga moi fría se estás acalorada, pode matarte, porque pódeche cortar o estómago.”. Me sonaba a magia.

No recuerdo mucho más, aunque sí los cubos que tenía distribuidos por el huerto, siempre llenos de agua que acarreaba desde una carrola, un canal de piedra por el que corría el agua fresca, que tenía junto a la puerta de su casa.

Aún con estos cuidados algunas hojas amarillearon, así que decidí darles un aporte de quelato de hierro. Lo agradecieron tanto que ya tienen capullos formados para la segunda floración y también algunas hermosas rosas abiertas.


Pero incluso con todos mis desvelos hay plantas a las que no consigo contentar, os pongo un ejemplo: hace algunos años me propuse lograr un efecto de color al final del seto de azaleas y Cotoneaster que separa el arriate de los rosales del camino de acceso a la casa. Eso - que en mi imaginación parecía tan sencillo - acabó siendo imposible.

Para intentarlo construí un trípode con cañas de bambú de dos metros de alto y plantamos en su base dos clemátides viola, que tienen un intenso color azul y profusa floración. A continuación le entremezclamos tres pequeños rosales trepadores que encontramos en un vivero de la frontera: uno con rosas tipo híbrido de té, de un luminoso color amarillo, otro que me pareció muy adecuado pues tenía racimos de pequeñas rosas blancas con reflejos rosados, y un tercero que, aunque me gustó menos pues las rosas jaspeadas no son mis preferidas, me convenció por su aspecto saludable y el bonito brillo de sus hojas.


Pues bien, el rosal amarillo ha crecido alejándose todo lo que puede de la clemátide, siempre hacia el sol naciente, y con una floración pobre. El rosal de las pequeñas rosas blancas floreció bien el primer año, y luego “se pasmó”, pues ni crece ni florece.



Solo el rosal jaspeado logró abrirse camino entre la maraña de las flores azules. Aunque no es mi preferido, como no es bueno tener soberbia, cuando me acerco le digo: “Sé que haces lo que puedes. ¡Muchas gracias!”.


Este año están floreciendo más temprano los Agapantos, están en plena floración los Hemerocallis y ya asoman las bellas flores de los Phlox, que hacen tupidas matas entre los rosales.




Los Phlox son fáciles de cultivar, no son exigentes y se multiplican con mucha facilidad, y además nos regalan al atardecer un suave y leve perfume que se expande por todo el jardín.


Con el buen tiempo la eira – el patio empedrado al aire libre - es nuestro comedor favorito. Aunque está orientada a poniente, dándole el sol toda la tarde, tiene para refrescarla la sombra de un corpulento arce, una frondosa Magnolia soulangeana y un tupido emparrado que mezcla parra virgen, una clemátide montana, tres rosales trepadores (Helenae, François Juranville y Ena Harkness). También ayuda a la sensación de frescura el cantar del leve chorro del agua en la fuente cercana.



En las noches templadas y algo húmedas es un placer cenar al aire libre y disfrutar las diferentes notas de los perfumes, el murmullo del agua y el sonido de los sapillos y de las aves nocturnas que ululan en los árboles próximos.