jueves, 15 de diciembre de 2016

Pan de millo.


Desde los primeros días de diciembre hasta mediados de enero pocos trabajos suelo hacer en el jardín, aparte de recoger hojas caídas para cubrir los pies de los rosales y añadir las que sobran al montón del compost.

Este otoño de temperaturas tan benévolas invita a adelantar algunas tareas, pero yo - quizás por el hábito de tantos años - prefiero dedicarme a otros quehaceres más abrigados: brasero, libros y pequeños bordados para regalarle a las niñas de mi familia, cinco hermosas criaturas llenas de entusiasmo y energía que me animan a imaginar el futuro con alegría.



Yo, que vivo en el campo y tengo muchos años - lo que conlleva fuerzas algo menguadas - tendría que mencionar también la televisión como una de las distracciones habituales, pero no es así porque, aunque la enciendo algunas veces, es solo para darme cuenta con tristeza de que este mundo es una gran “Barataria”, así lo definía el escritor portugués Almeida Garret, viajero por su tierra en el siglo XVIII, que predijo que llegaría el “tempo de Dom Quixote”. Dicen que los poetas también son profetas, y Almeida Garret - además de dramaturgo y hombre de estado - también era poeta.

Pero dejemos mis pobres divagaciones, vuelvo a mi jardín. Hoy pude hacer un lindo ramo de rosas: Cornelia, Gertrude Jekyll, Lucetta, Cottage - este último un arbusto pleno de capullos a punto de abrir – y, como todos los años, la de nombre difícil y magníficas floraciones: Stanwell Perpetual.




Me han pedido que deje aquí la receta del "pan de millo", el pan de maiz que hago intentando remedar en el horno eléctrico el proceso de cocción tradicional en horno de piedra. No es lo mismo, pero aun así huele casi como en otros tiempos y, sin llevar fermento ni exigir un gran esfuerzo, el resultado es muy agradable.

Se trata de una receta muy sencilla:
  • Un kilo de harina de maíz y un puñado de harina de centeno (o de trigo).
  • Uvas pasas, unos 200 gramos.
  • Un vasito de aceite de sabor suave.
  • Una cucharadita de sal.
  • Agua hirviendo, la que “beba” la harina para que resulte una masa suave, aunque no demasiado blanda.
Comienzo mezclando las dos harinas y la sal, agrego el aceite y finalmente añado el agua hirviendo. Al principio la mezcla, que todavía quema, se remueve con una cuchara de palo. Cuando baja un poco la temperatura se empieza a amasar con las manos, calculo que durante unos 10 minutos. Luego se le añaden las uvas pasas y se amasa un poco más.

A continuación se hace una bola a la que yo - como recuerdo del pasado - hago un pequeño corte en forma de cruz. La dejo reposar tapada con un paño limpio y una toalla por encima para conservar el calor de la fermentación. Con dos horas será suficiente, un poco más si el día está frío.

Una vez reposada, y con las manos enharinadas con harina de trigo para que no se embadurnen, coloco la masa en una horma de empanada levemente aceitada y la aplano para dejarla de unos tres centímetros de alto, y le hago con un cuchillo unos cortes poco profundos formando una cuadrícula.

Enciendo el horno a temperatura máxima, espero un rato a que esté muy caliente e introduzco la horma para que comience la cocción. La dejo a esa temperatura unos 10 minutos y después la voy bajando poco a poco a lo largo de una hora. Se sabe que el pan está cocido cuando “canta”, es decir, si ha formado una costra de un bonito color dorado  que al darle unos golpes con la mano suena “pan-pan”.

Se puede comer caliente, aunque al día siguiente será más sabroso.


Aún me gustaría volver a calentar el horno de piedra y poder hacer una hornada. Pero me temo que no tenemos ánimo de ir al monte a coger los grandes toxos (tojos, Ulex europaeus) para el primer encendido, ni para cortar las viejas xestas (Genistas) que elevarían la temperatura de la piedra base del horno al rojo blanco. Recuerdo que era costumbre sembrar algunas fincas de xestas, de ese modo el suelo se enriquecía en nitrógeno y luego, una vez arrancadas para alimentar el horno, se sembraba en ese terreno centeno o patatas.

Tampoco tengo ya las palas de rastexar las cenizas ni la escoba de piornos (Cytisus) para barrer los restos de ceniza y dejar la piedra brillando como la plata.


Amasar el pan en la gran artesa de roble, de madera dura y compacta - sin resinas, que no transmitía ningún sabor - era un trabajo que requería gran esfuerzo. Yo, con mis pocos años, también quería ayudar; me subían a una banqueta y me dejaban meter las manos y los brazos ¡Siempre bien lavados con agua caliente y sin usar ningún jabón! En la casa del horno, una construcción anexa a la casa donde se encontraba el viejo horno de piedra, el jabón no entraba, solo se usaba agua hirviendo y cepillo para lavar los enseres. Recuerdo que me explicaban: “O xabón non casa nin co pan nin co café.

Decía la abuela que se sabía que la masa estaba en su punto cuando en las sienes de quien amasaba aparecían gotitas de sudor. En mi recuerdo todavía la veo: el negro pañuelo de viuda puesto “a la piriqueta”, o sea, el pelo completamente recogido por el pañuelo cuyas puntas, después de cruzarlas en la nuca, se ataban en lo alto de la cabeza con un doble nudo.


Aún recuerdo la receta de aquel pan, aunque no podría precisar las cantidades: un saco de harina - seguro que pesaría más de 30 kilos – que daba para hacer 5 o 6 petadas, harina de centeno - quizá fueran unos 4 kilos, sal y agua hirviendo.

Primero se revolvía con una gran cuchara de madera de buxo (boj). Al bajar un poco la temperatura era cuando se empezaba a amasar a fuerza de brazo... ¡que entraba en la masa hasta el codo!



Pero aún falta el principal ingrediente: el fermento, la “masa madre”. Era una bola de masa que siempre era yo la encargada de ir a buscar a alguna casa; me la daban en una taza de barro, cubierta con una servilleta blanca y recuerdo que tenía un olor muy especial, me es difícil describirlo… olía como los brotes jóvenes de los helechos, quizás un poco también a leche agria, al olor fresco del vinagre y un poco a mazapán. No sé cuántos días de fermentación necesitaría, la taza no se lavaba, sino que se volvía a llenar de masa recién amasada y se tapaba con otra servilleta limpia… y no soy capaz de recordar los pasos siguientes.


Después de amasar  se dejaba reposar la masa durante algunas horas y mientras tanto se empezaba a calentar el horno. Cuando éste alcanzaba la temperatura adecuada - lo sabíamos porque la gran piedra de su base cambiaba de color y se volvía blanca - se empetaba utilizando una gran pala plana para meter las pesadas petadas – cada una de las grandes bolas de pan de maíz - en el horno.

A las petadas les daba forma mi abuela en el barcal de madera, un recipiente de madera ovalado que, con sus brazos de labradora, movía como quien hace un malabarismo ¡y eso que el barcal lleno de masa pesaría más de 5 kilos!


Deberíamos poder envasar los perfumes: el olor de la leña que se quemaba en el horno, el vaho de la harina cuando se le echaba el caldero del agua hirviendo... Ni siquiera el sellado con bosta de vaca de la piedra que hacía de puerta era desagradable. Este sello, según la forma de agrietarse al secar, indicaba cómo se iba cociendo el pan.

Una vez cerrado el horno el pan se cocía sin ningún otro aporte de calor más que el almacenado en sus paredes. Al cabo de unas horas estaba listo. En mi casa el pan siempre salía perfecto, y nunca revido, como a mi tanto me gustaba (el pan revido - no sé por qué razón - salía del horno muy compacto, húmedo por dentro).

Una rebanada de ese pan cubierta con la mantequilla de la leche cruda era para mí un manjar. Tenía ocho años cuando me alejé de la aldea y, aunque mi memoria inmediata anda ya un poco alterada, los recuerdos de esos días tienen la frescura de hace unas horas… como si el tiempo no hubiera pasado.


En esta época en que vivimos hay muchísimas cosas buenas - maravillosos inventos - pero en esos otros tiempos ya lejanos, y que ahora algunos se empeñan en pintar con colores tenebrosos, también había lugar para las horas llenas de belleza, paz y buen hacer.