lunes, 19 de abril de 2010

El inicio de mi afición.



Cuando intento recordar mi infancia siempre es mi abuela la figura principal.

Nací en Lisboa, donde por aquel entonces residían mis padres, inmigrantes originarios de Galicia. Resulté ser una niña enfermiza así que, por consejo del médico de la familia, a los 18 meses me enviaron a pasar una temporada en la casa familiar. Esa “temporada” por varias razones - entre ellas la guerra - se convirtió en una estancia de siete años.

Es ahí donde, a pesar de mi mala memoria, puedo precisar el comienzo de mi afición a las plantas. En la pequeña aldea en donde pasé mis primeros años tenía una sola compañera de juegos, Lucinda. Éramos las únicas niñas del lugar, ella tres años mayor que yo. Cuando le llegó el momento de asistir a la escuela yo no aceptaba no poder acompañarla, así que mi abuela, al no conseguir consolarme, le pidió a la Maestra que me dejara asistir a clase algunos días, pues creía que me cansaría pronto.

La Maestra debió ser paciente y comprensiva, pues aún hoy la recuerdo con cariño y agradecimiento. También recuerdo perfectamente mi primer día de escuela: lloré mucho, y no tuve valor para pedirle a la Maestra permiso para ir al baño, así que.... tragedia. Una vez resuelto el problema volví a llorar - esto me lo contaba tiempo después mi amiga - porque decía que hacía calor y que se secarían las flores de mi “finca”.

Mi amiga y yo teníamos una finca cada una: medirían 40 cm. por un metro, perfectamente cuidadas, con sus muros de piedrecillas y con los caneiros de riego siempre limpios. El agua, que salía de un naciente pequeñito, era ya para nosotras motivo de alguna disputa: Lucinda quería la hierba siempre verde, pero yo abusaba del riego porque no plantaba, sólo clavaba flores y ramitas, y no quería que se secaran.

En mi casa teníamos una gran carabeleira, así llamaba la abuela al gran camelio de color rojo, y también muchas matas de rosales, iguales a las que florecían al principio del verano a la puerta de nuestro panteón. Todos los domingos, después de Misa, se pasaba por el Campo Santo y mi abuela me contaba historias de todos nuestros difuntiños, siempre empleaba esta palabra cuando se refería a aquellos a los que había amado especialmente, y me decía que esos rosales habían venido de lejos para honrarlos, que teníamos que cuidarlos siempre. Aún hoy florecen y están tan aclimatados que no requieren ningún cuidado. Hoy conozco el nombre, es la perfumada gálica Charles de Mills.

A los ocho años me llevaron de vuelta a Lisboa a vivir con mis padres. No fue fácil la aclimatación a la ciudad, aunque tuve la suerte de que la casa de mis padres tenía un quintal, así se llamaba a las parcelas de terreno que tenían en las traseras muchos edificios antiguos de la ciudad. Algunas casas tenían hermosos jardines; mi madre tenía una buena huerta, muchos animales y un solo rosal trepador.

No fueron buenos tiempos para mí, echaba terriblemente de menos a la abuela, a mis padres apenas los conocía y mis hermanos eran mayores. Más tarde me contaba mi madre que sólo en la huerta, con las manos en la tierra, parecía relativamente feliz.

Al poco tiempo de llegar pedí que me dieran un trocito de tierra para mi sola y mi madre accedió. Más tarde me decía que se había quedado apenada porque, como con miedo, le dije que me gustaría que me llevara a la calle, a un pequeño puesto que vendía verduras y algunas plantas, y la convencí para que comprara un rosal que ya tenía un botón a punto de abrir, y además un nombre que me llamaba mucho la atención: “Príncipe Negro”. Y así empecé mi segundo jardín.

Siempre fue un jardín-huerto, no creo que le dedicara demasiado tiempo, era fácil tenerlo lleno de color con plantas de temporada porque Lisboa tiene un clima que permite tener flores todo el año.


En el año 1954 me casé, y volví a la casa de la abuela, que por entonces era casi una ruina. La cuidaban los caseros, muy buena gente, pero a los que sólo les interesaba el maíz y los animales. Aún estuvieron con nosotros unos años, necesitaban el agua para la huerta, que ocupaba todo el terreno, así que sólo pude disponer de un trozo de tierra que no tendría más que un palmo de profundidad. Además el pozo de agua empezó a bajar de nivel....

Pasaron algunos años en los que apenas planté algún árbol. Quería tener alguna sombra en verano, sin pensar que los estaba plantando al sur y que así, al crecer, proyectarían su sombra en exceso (¡y todavía lo hacen!).

Finalmente los caseros pudieron comprar una herencia y establecerse por su cuenta, y entonces pude empezar a proyectar el jardín. En Lisboa tenía la ayuda del Sr. Joaquim, un “faz tudo” que efectivamente sabía de todo: fontanero, electricista, pintor, hortelano y, por supuesto, jardinero. A todos los problemas que me pudieran surgir me decía: “a menina não se preocupe, eu resolvo o assunto” y claro, yo no me preocupaba. Pero en la aldea no tenía ayuda; sólo en Vigo encontré una buena tienda de plantas, Fillipot creo que se llamaba. Trabajaba con algunos rosales híbridos de té, que no eran mis preferidos, yo aprecio sobre todo el perfume y esos rosales, que debo reconocer que son magníficos para flor cortada pues tienen un colorido hermoso y muy variado, casi nunca son perfumados.

Me fue de gran ayuda un vivero de Barcelona: Kanda “la flor de las flores”, que enviaba plantas por correo y publicaba unos pequeños folletos muy ilustrativos. Sólo bastante más tarde pude permitirme encargar plantas a Inglaterra.

Por otro lado no era fácil conseguir literatura, los buenos libros que existían estaban en inglés y no me eran de utilidad porque yo sólo había estudiado francés. Finalmente encontré una publicación de Gassó que me fue de gran utilidad: “Mis flores y mi jardín”, la autora se llamaba Magda Ródenas.

Hoy tengo una pequeña biblioteca, aunque ningún libro es un perfecto consejero. Dan instrucciones generales, pero cada jardín tiene su especial carácter: la tierra, la humedad, los vientos y los excesos de frío y calor. ¿Será por esta razón que la jardinería es tan estimulante? Y también tan grata y tan buena compañera.