miércoles, 21 de diciembre de 2011

El decorrer del tiempo - Segunda parte.



El otoño está pasando con un tiempo apacible. Húmedo sí, pero sin excesos, con nieblas que alejan los perfiles de árboles y montes. Quizás por eso estos días pueden producir tristeza, aunque a mí me gustan por su luz tamizada y suave.


La palabra tristeza me trae a la memoria un relato triste y tierno de la vida de mi abuela:

La abuela era la mayor de cinco hermanos. Los más jóvenes, dos chicas y dos chicos, fueron poseedores de gran belleza, pero la abuela fue menos agraciada: “roxa e sen gracia” - así lo decía - muy rubia y tímida.


Su padre, hombre de bien y con buena cabeza, pero con las costumbres de su tiempo y de su entorno, era el que disponía y mandaba. Así que ordenó los matrimonios de sus hijas: a las más jóvenes, vivas y muy agraciadas, les encontró unos buenos pretendientes, honestos y trabajadores.

Para mi abuela exigió mucho más. Además de la aptitud para el trabajo y la honorabilidad, tendría que ser inteligente, instruido y de buen físico. Y así me consta que era mi abuelo Manuel, al que - aunque ese era su nombre - todos en la familia llamaban “el Estudiante” por su afán de adquirir conocimientos.

Manuel Corbacho Boullosa - el Estudiante. 

Fue aquel un matrimonio muy feliz, aunque de corta duración. El abuelo viajaba con frecuencia entre Lisboa y Galicia, en uno de esos viajes llegando a Vigo por mar – esa era por entonces la manera más cómoda de viajar cuando se traía equipaje pesado - todos los pasajeros de aquel barco, cuyo nombre desconozco, estuvieron retenidos 40 días en el lazareto de Redondela, en la isla de San Simón. Cuando pudo salir estaba muy enfermo y a los pocos días murió.

En ese  viaje traía el proyecto para la reforma de la casa y ya algunos muebles, vajilla y cristalería. Aún conservamos algunas piezas y son muy bellas.


La pobre abuela estuvo un año sin poder dejar la cama y apenas sin poder alimentarse. Durante ese año la tuvieron que  vestir, asear, y darle de comer. Puedo imaginar la pena de sus padres.

Recuerdo que me contó como se había curado, por intervención de su suegra - persona de mucho saber - quien aconsejó a su madre cómo actuar: tendría que esperar a la luna llena para dejar “na moa do canastro ó relente da noite”, es decir, una taza de vino tinto con azúcar y pan de maíz, y hacérsela tomar como desayuno. Esto durante ocho días.


Hoy tenemos explicaciones distintas para estas curaciones, pero yo me quedo con la luna y su influencia benéfica en el pan y en el vino.

Me pareció siempre una tierna historia. Aún oigo sus palabras: “Gracias ás miñas naiciñas, ó luar e ó canastro cureime da tristeza, da dolor non”.

Y quizás por ello las noches de luna le gustaba sentarse en la galería, en su pequeño sillón de mimbre, después de meterme en la cama y arroparme con unas hermosas palabras: “Acocha miña filliña, que volvo axiña”.

  Por eso quiero tanto al viejo hórreo, y el decorrer del tiempo no apaga el sentimiento de gratitud que le dedico.

 Feliz navidad para todos.