La Noche de todos los Santos en mi infancia era la noche de las lamparillas de aceite en las ventanas. Con ellas pretendíamos iluminar el camino a las almas buenas que vendrían a visitar a los que habían amado. Mi abuela ponía la mesa con el mejor mantel, pan y vino, luego cenábamos las dos en nuestro rincón junto al fuego y me iba contando historias que aún hoy al recordarlas me traen una sensación de paz y calor.
Esta rosa gálica ya estaba en nuestro jardín en tiempos de mi abuela.
Me hablaba mucho y con gran ternura de su abuela Xepa, mi tatarabuela. Viene a propósito de esta fecha el relato de su último día juntas: aunque su abuela tenía ya 98 años, llegó a verlas vestidas de novias a ella y a su hermana mayor, pues se casaron el mismo día. Decía que emocionada les había dado su bendición al verlas - en sus palabras - “cos nosos bos traxes de Muradana”. Imagino la escena: altas como eran, una muy guapa, la otra - mi abuela - menos bonita, pero muy rubia y muy lucida. Cuando volvieron de la ceremonia quisieron saludarla y su madre les dijo que estaba dormida y que la dejaran descansar. Al finalizar la comida de boda y cuando se retiraron los invitados, entonces les dijo que su madre ya estaba con Dios. Se había ido serenamente.
Como la iglesia de la parroquia distaba 5 kilómetros había tenido tiempo de amortajarla, preparar la casa y ordenar a las mujeres que no dejaran translucir ningún pesar, ya que tenía que haber “un tempo para cada cousa”.
Mi pregunta de chiquilla sería: ¿E despois? La abuela no dramatizaba nunca: “después rezamos y la llevamos al Camposanto”.
Los trajes de Muradana, que muchos años después pude ver en el Museo do Pobo Galego de Santiago de Compostela, me parecieron regios. Y una muestra más de su carácter: a pesar la pena que debió sentir por el suyo cuando se lo robaron, nunca le perdió el afecto a la persona que lo hizo. Se limitaba a decir: “Ela entrou na casa e tivo unha mala hora”.
Tenía muchos otros relatos, el que más me gustaba era la historia del tío José, un hermano de su bisabuela (esto ocurriría allá por finales del S. XVIII). José era pastor y muy piadoso. Estando en el monte guardando las ovejas, pues en aquel tiempo abundaban los lobos, oyó el toque de las campanas que anunciaban que salía el Viático para un enfermo. Como su madre estaba muy enferma se imaginó que seria para ella, así que encargó al Señor las ovejas, y bajó para acompañar a los suyos. Cuando terminó la ceremonia volvió al monte y encontró el rebaño reunido al lado de un outeiro (una peña) y rodeando a un mozo que tenía en la mano un bordón de oro. Mi abuela explicaba: “Era de ouro miña filliña, porque era San Antonio, que meu tío tíñalle moito apego”.
Yo creo que en esos momentos las dos seríamos felices y nos sentiríamos protegidas y acompañadas.
Para todos los míos, a los que tanto quise y quiero, una rosa del jardín de su casa.
Ay que lindo Maruxa! Adoro las historias de tiempos que no viví. Espero en el futuro tener nietos para contalres las mías y que ellos tb las disfruten.
ResponderEliminarbesotes!
Carola
Muy bellos tus recuerdos... Es bonito vivir la vida y la muerte de esa forma tan natural. Un abrazo
ResponderEliminarMaruxa, que lindo lo que nos cuentas, mi abuela también me contaba alguno. Un beso fuerte.
ResponderEliminarPreciosa y entrañable historia.
ResponderEliminarBesssss.
Manoli
Buenos días a todos,es agradable leer un amable comentario es como un abrazo de un amigo.
ResponderEliminarGracias