domingo, 30 de octubre de 2016

Luna de octubre.

Galicia tiene hermosos colores, bellas luces y magníficos atardeceres.


La luna de octubre hizo honor a las viejas predicciones: entró en un hermoso día y con hermoso tiempo se despide.

También se dice “la luna de octubre siete lunas cubre”; si se cumple tendremos un invierno poco riguroso.


Ayer la temperatura fue veraniega y aprovechamos para hacer la limpieza del estanque, trabajo siempre fatigoso y que puede llegar a ser duro si hace frío y el tiempo está húmedo.

En la primavera pasada apareció en el río Verdugo una pareja de garzas que se dedicaron a visitar los estanques de la zona. El nuestro fue para ellas un regalo por su escasa profundidad; debió resultarles muy fácil llevarse todos los grandes peces, algunos con más de diez años. Los kois fueron las primeras presas, y su pérdida me produjo un verdadero disgusto, eran mansos y acudían rápidamente a la llamada para recoger su comida. Las carpas - más temerosas - los seguían como un pequeño rebaño.

Para protegerlos les habíamos construidos un pequeño puente de cañas, atadas muy juntas y cubiertas de plantas; creíamos que sería suficiente escondrijo. Y no resultó; sólo se salvaron dos pequeñísimas crías, así que tuvimos que repoblar.

Durante el verano, con las temperaturas tan elevadas, las algas proliferaron y ya casi no dejaban zonas de agua clara para que pudiera observar a los nuevos inquilinos, que ya volvían a crecer. Sólo conseguía distinguir algunas carpas. A los dos pequeños kois que adquirí hace un par de meses no he vuelto a verlos, me dicen que son muy asustadizos y que se pueden esconder por largo tiempo. Tengo mis dudas.

Ahora tienen dos “nidos” - también hechos de cañas - camuflados con juncos, lisimaquias y papiros. Además hemos colocado un gran tiesto de barro boca abajo al que le hicimos una entrada lateral. Lo hemos situado en la zona más profunda, y para mayor seguridad le hemos puesto encima una pesada piedra. También me aconsejan hacer una especie de cúpula con palos entrecruzados; me garantizan que es la mejor protección. Lo intentaremos.


Estos días de sol transplanté algunos esquejes enraizados de artemisia, una belleza de planta dorada que me encantó cuando la conocí en Santander, en el jardín de Elena Rincón, que amablemente me ofreció varios esquejes y luego me trajo algunos tiestos con plantas crecidas. Su jardín es muy soleado, el mío no, y ya las he cambiado de lugar varias veces sin gran éxito, así que he seguido su consejo: retirar los helechos que rodean nuestro cruceiro de piedra y plantarlas pegadas a su base. Me parece que puede resultar. Es una planta de sol - en verano lo tendrá - y en invierno, con el arco del sol tan bajo, gozará solamente de luminosidad y de algún rayo que, filtrándose entre los camelios, las rozará.


Quiero ofreceros algunas fotos de estos últimos días, espero que las disfrutéis.










lunes, 24 de octubre de 2016

Recuerdos del otoño en la aldea.




Una vez más el otoño llega con suavidad y nos trae el inmenso abanico de los cálidos ocres, amarillos y rojos. Y también los azules, con los brillos violáceos de las hortensias, muchísimo más bellas en la luz suave de estos días de octubre.

Me gusta este mes, me trae recuerdos gratos de mi infancia vivida en esta casa rodeada de la buena gente de esta aldea, un lugar pequeñísimo: ocho casas, dos niñas, tres mocitas. En total 23 personas… ¡un pequeño mundo lleno de sucesos maravillosos y emocionantes!

En estos días de octubre en aquellos tiempos ya lejanos, esta aldea bullía alegremente con los trabajos de la recogida del maíz.

¡Cuántos recuerdos!


Felices días de mi dorada infancia, con sus trabajos, sus penas y sus alegrías; cuando la aldea era como una familia numerosa, no siempre bien avenida, pero invariablemente dispuesta a echar una mano cuando las circunstancias eran adversas. Una frase se oía con frecuencia: “Están solos, hai que axudar”. En esos momentos la buena gente siempre respondía como lo que era: Xente de Ben.

La aldea era una escuela abierta a profundas experiencias.

Tendría yo cinco años cuando falleció una vecina, prima de mi abuela, la prima Mariquita. A pesar de mi corta edad estuve, con otros vecinos, acompañándola en esos últimos momentos y asistí – con completa naturalidad – al fallecimiento. Cuando hoy lo cuento normalmente alguien exclama: ¡Que crueldad, una niña tan pequeña y tener que presenciar eso! Pues creo que se equivoca: yo - que continúo imaginando proyectos como si fuera a vivir eternamente - llevo desde entonces a la “hermana muerte” como una imagen amiga que me acompaña; no encuentro otras palabras que puedan describir mejor este sentimiento.


En aquel entonces la muerte estaba mucho más integrada en la experiencia diaria, hacía parte del vivir y era una transición que nos parecía normal. Hoy sin embargo la muerte es algo muy lejano, casi resulta de mal gusto nombrarla.

Yo tuve el privilegio - así lo considero - de acompañar los últimos momentos de seres muy queridos, y guardo sus últimas sonrisas y sus postreras palabras como un gran tesoro que me legaron. Antes de partir, casi siempre hay un momento de gran paz; yo diría que de alegría también. ¡Cuantas veces pude entender cuando se despedían que tenían prisa pues alguien les estaba esperando!

En mi casa, como en casi todas, era norma tener todo dispuesto para el último viaje. Se dejaban órdenes precisas para seguir todos los rituales: a quien avisar, el menú para agasajar a la familia y amigos, e incluso - los más alegres - aquellas canciones que les gustaría que cantásemos. Y siempre la misma recomendación: “No lloréis, solo es una pequeña separación”.

Los velatorios, que se hacían en las casas, eran reuniones - quizá ritualizadas por largas tradiciones – pero con gestos de profunda emoción, con largos abrazos y con el afecto que solo en un ambiente recogido se puede expresar. Sin embargo no me gustan los tanatorios actuales; quizás si estuvieran situados en frondosos jardines con hermosos rosales no me parecerían tan tétricos.


Ésta en la que escribo era la hora del atardecer en que los carros cargados con la cosecha de maíz cantaban por los caminos. Con la humedad de la tarde - eso me decían - los ejes se alegraban. El que haya escuchado este cantar comprenderá mi emoción al recordarlo. Recuerdos, recuerdos…

También al atardecer las vacas volvían de los prados ya cubiertos de yerba fresca, pues los manantiales del monte llenaban las “puzas” para regarlos: puza da Raia, puza das Lagoas, porto do Carro... Esta última estaba situada ya muy cerca de las casas y era una hermosa obra, ejemplo del buen hacer de nuestros canteros. Fue parcialmente destruida por la ignorancia - que no por la maldad - de un alcalde de cuyo nombre no quiero acordarme.

El recoger las vacas era siempre una emocionante aventura. Llevarlas a beber, guiándolas con la melopea: “gugugugugugugugugu” y una varita en la mano para indicarles el lugar donde el agua limpia y corriente se remansaba en una pequeña charca. ¡Y qué orgullo cuando no se “atrapallaban” y volvían en fila a sus cuadras!

Si alguna se “trasmallaba” o se retrasaba la llamábamos por su nombre: “Cuca, toma, veeen, toma, tooma toooooma toooooma veeeeen toma…” y el eco de la Veiguiña Nova repetía: "…emmmm, …ommmma, …ommmma".


Los caminos que separaban las fincas de las casas tenían unos bordes con canales por donde corría el agua de riego en verano y que en el invierno desaguaban el agua de las lluvias en el regueiro. Esos bordes húmedos eran como olorosos jardines: fiunchos, té bravo, angélica y los mentrastes, con su acre perfume que tanto me gustaba y me continúa gustando.

Ahora ya no abundan, las desbrozadoras y los herbicidas se ensañan con ellos. No puedo entenderlo.


Cada día que pasa agradezco el haber podido cultivar mi pequeño jardín, hoy un poco descuidado, aunque no por ello brillan menos sus hermosos colores. Acabo de buscar la fuente de un agradabilísimo perfume y la brisa me llevó al viejo Eleagnus, casi cuesta a creer que sus minúsculas florecillas en forma de campanitas puedan exhalar ese aroma avainillado, que parece acariciar la piel.

¡La luz del otoño es la más hermosa del año, más aún que la de la primavera!


 
 

“Si no sois como niños no entraréis en el reino de los cielos.” ¡Cuánta sabiduría en esa frase de Mateo!